Patrick Bateman lee un cartel sobre la puerta de un restaurante; reza, en capitulares: “ESTO NO ES UNA SALIDA”. Un tal Pumpkin, con la cara de Tim Roth, le grita a una camarera: “¡Ey, garçon, café!”. Un pirata patoso esquiva con sorprendente habilidad un sablazo y espeta a su enemigo: “¡Peleas como una vaca!”. Un policía veterano, Somerset, desembala una caja de cartón, observa lo que hay dentro con horror infinito y echa corriendo al grito de “¡Mills, tira la pistola!”.
Un Eterno, encarnación del subconsciente colectivo que evocamos en el sueño, se enfunda una máscara antigás con una nariz de vértebras mientras espera a su muerte. Dos amantes, en la proa de un inmenso barco, extienden sus brazos como si fueran alas, inmortales al atardecer. Un erizo azul rebota como una ficha loca en las tripas de neón de un casino. Una rubia de apellido Spears contonea su cintura y aúlla, junto con su coro: “Hit me baby one more time”.
Todos estos instantes sucedieron en la misma década. Los noventa, la última del siglo. Aquella década en la que los módems hacían un chirrido inconfundible. La del nacimiento de la televisión por cable y el declive de los videoclubs. La de la Guerra del Golfo y Ruanda y los Balcanes. La del primer intento de tirar abajo el World Trade Center. La del Wall Street desbocado en un tsunami de coca y dólares llamado primero “exuberancia irracional” y luego, ya en el nuevo siglo, burbuja puntocom. La de Clinton, Yeltsin y Arafat. La del hip-hop y el grunge. La de Nirvana. La de Sonic contra Mario.
Nostalgia y melancolía
La pregunta que nos queremos hacer, ahora que tenemos nuevas Mega Drive y Super Nintendo a la vuelta de la esquina, es si los 90 pueden ser los nuevos 80. No tanto en el sentido de que existan cosas que vuelvan de ellos —como esas consolas que se partieron la cara con tal intensidad que hasta Hollywood prepara una película del combate— como en si la década tiene el potencial para convertirse, en sí misma, en un género. Los 80, como demuestran series como Stranger things, tebeos como Locke & Key, novelas como Ready player one o videojuegos como el andaluz Crossing souls, ya lo son.
Hay que empezar por una palabra. Una bebé en esto del lenguaje, ya que solo cuenta con poco más de tres siglos. Nostalgia —del griego νόστος (volver al hogar) y ἄλγος (dolor)— fue un neologismo acuñado en 1678 por el médico J.J. Harder para describir una dolencia universal: el pesar que provoca la lejanía del hogar. A lo largo del siglo XX, el concepto adquirió otro sentido y perdió el matiz puramente patológico, aunque siguió estigmatizada como una palabra negativa. La nostalgia moderna era ese sentimiento, común a los ancianos, de que “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Salto al hoy, a este siglo XXI digital del que agotamos su segunda década. Hoy para los académicos la nostalgia se ha reinventado. Ya no es ni una patología ni melancolía de la vejez. Ya no es siquiera algo negativo.
Los académicos hablan de la nostalgia de los postmodernos. Es la que siente un chaval de 15 años que vea Stranger things. Es un hijo de los 2000, pero se siente identificado con esa época como si la hubiera vivido a través de la ficción.
En un texto maravilloso ya desde su título, La nostalgia ya no es lo que era, el profesor de la Universidad de York Andrew Higson se arranca con una reflexión que llega al tuétano de la cuestión: “Central al concepto moderno de nostalgia era el experimentar melancolía, un anhelo desesperanzado por algo perdido e irrecuperable. Pero para los nostálgicos postmodernos, lo irrecuperable es ahora conseguible, la diferencia entre el pasado y el presente allanada. Esto es en parte porque la nostalgia postmoderna recicla imágenes, objetos y estilos asociados al pasado reciente, siendo el lugar por excelencia de esa operación de reciclado Internet”.
Un buceo por Google Académico nos desvela, velozmente, que Higson no está precisamente solo en este análisis de cómo está cambiando la nostalgia. Hay decenas y decenas de artículos académicos alineados en este convencimiento de que estudiadas operaciones de marketing están extrayendo petróleo de esta necesidad de transformar el pasado muy reciente en un universo mágico y positivo.
Higson, en otro párrafo esencial de su artículo, dice lo siguiente: “Este [revival] no tiene que ser la memoria literal y puede ser de hecho más un recuerdo en general de los tiempos pasados; es, en este sentido, un acto de imaginación”. Es decir, que la nostalgia postmoderna se reinventa el pasado. Como han hecho los hermanos Duffer en Stranger Things, ambos nacidos en el 84. Como han hecho el quinteto de andaluces en Crossing souls, donde, si uno busca bien, hasta se puede encontrar a Naranjito. Los creadores postmodernos no están copiando los 80. Los están reinventando en base a un feeling general de lo que eran los 80.
¿Serán los 90 los nuevos 80?
Pausa para recordar la pregunta que nos hacemos. ¿Pueden los 90 ser los nuevos 80? ¿Hay material en la cultura pop para vivir esta reinvención que en los 80 es incansable? Antes de llegar a los 90, hay que comprender los 80. Y hay que comprenderlos en una operación de ingeniería inversa. Es decir, que para entender su reinvención presente hay que analizar primero de dónde parten las reinvenciones. ¿Qué une a Super 8, Stranger things, Locke and key, Crossing souls y tantas otras? No pocas cosas. Algunas tienen que ver con el cómo del relato y otras con el qué se cuenta. Pasémosles revista.
En primer lugar, en los 80 el protagonista por excelencia son los muchachos. Sí, por supuesto, también los héroes musculados. Pero como demostró una maravillosa e incomprendida película, El último gran héroe (pista, ¡es de los 90!), los musculitos ochenteros no eran más que los muñecos de los chavales ochenteros, los avatares con los que soñaban ser en sus fantasías. La infancia, y por tanto, la inocencia, es un ingrediente fundamental de la receta.
Por otro lado está la épica. Normalmente estos muchachos (suelen ser una cuadrilla, como en los Goonies) se enfrentan a una gran amenaza, sea la supervivencia del primer extraterrestre en visitarnos (E.T.) o la esclavitud de toda la humanidad (Una pandilla alucinante). Es decir, que la estructura que soporta estas ficciones es la epopeya, la épica, la gran odisea.
Por último, son historias que se creen lo que cuentan. Este último rasgo es fundamental y marcará una diferencia esencial con la década siguiente. No hay ironía o rotura de la cuarta pared, como tanto le gusta hacer al antihéroe más taquillero, Deadpool. Estas historias intentan que nos creamos, de principio a fin, lo que ocurre en ellas gracias a ese mecanismo de suspensión de la incredulidad, el que permite emocionarnos con las mentiras que leemos, jugamos, vemos o escuchamos.
Resumamos. El feeling ochentero que nos pintan Super 8, Stranger Things, Locke and Key y cía habla sobre los niños, lo hace desde la épica y se cree todo lo que nos cuenta. El máximo responsable de la ficción de los ochenta que genera esta reinvención es un hombre: Steven Spielberg. Ya no es solo que dirigiera E.T. o Indiana Jones, un arqueólogo superhéroe que vive en una eterna infancia de juegos y aventuras. Los Goonies, Gremlins, Regreso al futuro o Poltergeist también llevan sus huellas.
Parece imposible que la forma de hacer cine de un solo hombre pudiera ser una luz tan intensa como para cegar los ojos de generaciones y generaciones y lograr que asumieran que los 80 fueron lo que Spielberg hizo de ellos. Pero es así. Estos 80 que vivimos ahora son los 80 de un autor, Steven Spielberg.
Hay razones para que ese poder icónico, esa manera de perdurar en la memoria, se asocie a Steven Spielberg. Ya no es solo que sus películas sean buenísimas. Es que su forma de ser autor favorece crear una mitología a posteriori. Spielberg, aunque estaba en cada plano que filmaba, se hacía voluntariamente invisible. Era (y es) un narrador que ponía su inmenso talento a favor de la historia. Y era un narrador obsesionado con el asombro infantil. En los extras de Encuentros en la tercera fase se cuenta cómo consigue esa reacción de sonrisa en la tensa escena en la que un niño es abducido.
El propio Spielberg iba sacando regalos fuera de cámara y desenvolvía los paquetes mientras rodaba para conseguir cazar la reacción de asombro genuino de su jovencísimo actor. En el tráiler de su última película, Ready player one, ese momento mágico del joven que observa lo asombroso es captado en un travelling circular que tiene toda la pinta de permanecer en la historia del cine. Y en una película de los 90, Parque Jurásico, conseguía que el aterrador diablo de la saga La profecía, Sam Neill, conmoviera con su mirada completamente infantil al observar por primera vez un dinosaurio.
Pero, ¿eran todos los grandes creadores de los 80 spielbergrianos? ¿Hablaban de la bondad, de la inocencia, de los finales felices tras vivir increíbles aventuras? ¡No! Los 80 son también la década de Alan Moore, sin ir más lejos. Watchmen, el único tebeo que los críticos del TIME se atrevieron a meter entre las 100 mejores obras literarias del siglo XX, es todo lo contrario a una obra de Spielberg. No hay inocencia, ni esperanza, ni final feliz. Sí mucho sarcasmo, crudeza y tinieblas.
Si repasamos a las grandes protagonistas de la ciencia ficción de la época, las que coparon los premios Hugo y Nebula, nos encontramos con obras como la monumental Hiperión de Dan Simmons, Neuromante de William Gibson o El juego de Ender de Orson Scott Card. Todas ellas eran trabajos dirigidos a adultos, obras maduras, polifacéticas, que no desentonarían como la nueva apuesta de una HBO, Netflix o Hulu como su próxima serie de género fantástico de quálite. Otros cineastas destacados, como John Carpenter o James Cameron, presentaron también películas muy sombrías en esta década. Y luego hay que hablar de Stephen King. Merece un libro aparte, pero como poco le vamos a dar un par de párrafos.
King es el reverso oscuro de Spielberg; la otra cara de la moneda. Los dos jugaban en un género similar y hasta, en muchas ocasiones, con protagonistas parecidos. En King, también, abundan los niños. Coinciden en enfrentar a sus protagonistas con lo épico, con un mal de proporciones inabarcables. Pero tanto en el durante del relato como, sobre todo, en su final, Spielberg y King salen por rutas opuestas de la rotonda.
Spielberg cierra con un amanecer o atardecer que representa la esperanza y la victoria del bien sobre el mal. En King nunca se sabe. Y en general, aunque venzan, los protagonistas de sus tramas quedarán mutilados física, emocional, psíquicamente o las tres a un tiempo. Cuando no acaben directamente en un final terrible, como sucede en Cujo o en Cementerio de animales.
Sin embargo, cuando uno repasa lo ochentero, cuesta encontrar a quien se acuerde de King como representativo de este concepto. Y eso que sus ficciones hablan de hombres lobo, payasos asesinos, vampiros y demás criaturas a los que la cultura pop ochentera rindió constante pleitesía.
Pero King trataba a sus personajes de una manera tan realista que su ficción no podía alcanzar esa halo de inocencia inmortal que tiene el Elliot de E.T. o la cuadrilla de los Goonies. King no podía representar a sus personajes a grandes brochazos. Necesitaba sumergirse en todas sus contradicciones, estuviera hablando de un adolescente tartamudo que perdió a un hermano o de un escritor atrapado por su mayor fan. Y esa diferencia lo hace opaco, invisible, para los que quieren resucitar y reinventar los 80 a lo Spielberg.
Hace unos años, en el Celsius 232, la cita principal de la literatura fantástica en España, los asistentes tuvimos la suerte de disfrutar con la inteligencia y desternillante ironía de Christopher Priest. Es el autor de la novela en la que se basó la película de Cristopher Nolan El truco final. Una de las cosas que nos contó, amén de que Nolan era “un gilipollas”, fue que a los escritores de ciencia ficción les resultaba muy gracioso seguir la evolución del género en el cine.
Me atrevo a parafrasearlo recurriendo solo a mi memoria: “Es como si estuvieras viendo las ideas que nosotros exploramos veinte años antes”. Esto quiere decir que coexisten en las mismas décadas narradores con abordajes muy distintos en cada detalle de cómo cuentan las historias. Pero cuando luego se mira una década y se la intenta reducir a una sensación, por fuerza se tiene que simplificar esta variedad. Es como pintar Nueva York o cualquier otra metrópoli de estilo yanqui. Se pinta el skyline, la silueta de sus grandes edificios. Y por el medio se pierden muchísima complejidad y contradicciones.
Los 90 y la cultura pop
Es hora de volver a los 90 y responder a la maldita pregunta. ¿Qué pasaba en los 90 con la cultura pop? Y, siguiendo el razonamiento de ingeniería inversa que hemos visto, ¿hay algún candidato para reinventar esta década y reducirla a una sola sensación que pudiera permitir la Stranger things de los 90? Vayamos por orden, como decía el chiste.
Lo primero que llama la atención de los 90 es que, solo una década después, ya estaba sucediendo un revival de los 80. Fijándonos en los videojuegos, LucasArts, la división interactiva creada por George Lucas, creó una serie de obras que son puramente ochenteras… en los noventa. En compañía del diseñador y periodista Diego Freire, tengo la suerte de estar trabajando en un libro sobre este estudio mítico y de haber entrevistado a todas sus figuras notables durante horas. El diagnóstico es incuestionable. Querían recrear ese feeling ochentero de las películas con Spielberg y su amigo Lucas de por medio. Esas historias locas, inocentes y coloridas que daban para tan estupendas carátulas de VHS.
No eran los únicos. En una estupenda entrevista-relato de Polygon, Andy Gavin, uno de los creadores del mítico Crash Bandicoot: “Bebimos de ese enorme manantial de la cultura pop, que incluía cualquier videojuego de éxito, y las películas de los ochenta: 'En busca del arca perdida', 'Regreso al futuro', 'Los goonies' y los dibujos animados clásicos. Eso es Crash: un popurri de unos tipos que crecieron en la cultura pop de los 80, de sus juegos, series, comics y dibujos animados”.
Y si uno repasa el catálogo de Super Nintendo en Mega Drive en sus títulos más destacados, verá un popurrí de héroes y estéticas chillonas que casan exactamente con los 80. Los nostálgicos postmodernos que serían descubiertos en los 2000 por los académicos ya estaban en pleno funcionamiento. Y el videojuego fue uno de los máximos responsables en abrir la veda de su preservación como universo mítico.
Pero volviendo a las películas, se dan fenómenos tan curiosos como el de Terminator 2. James Cameron, que en su primera entrega había entregado una película fría como el metal, aterradora, se spielbergrizó en la segunda. Añadió un niño, el joven John Connor, y convirtió al villano implacable de la primera parte en su amigo inseparable. Hay un momento en la cinta en la que Connor, tras hacer saltar a la pata coja al T-800 de Schwarzenegger, dice: “Guau, tengo a mi propio Terminator”. En otra secuencia, solo disponible en la edición extendida, lo hace sonreír.
De Schwarzenegger a Schwarzenegger para dedicar unas líneas más a El último gran héroe. El argumento de la película parte de una idea genial, me juego un brazo que inspirada por Charlie y la fábrica de chocolate: existen unos tickets dorados que permiten romper la barrera insalvable de la gran pantalla y trasladarse al mundo de ficción que hay al otro lado. El jovencito Danny Madigan es la metáfora perfecta. Es un niño que consigue vivir los 80 junto a su héroe favorito: Jack Slater.
Así que, para empezar, los noventa, en no pocos ejemplos esenciales de la cultura pop, aún eran los 80. ¿Pero había alguna tendencia general en los 90 que calara? ¿Algún punto en común que asociara a diversos autores hablando de lo mismo? Sí a ambas.
Un sentimiento común en los 90 es el cinismo y, asociado a él, la ruptura del pacto de ficción. El que seamos muy conscientes de que lo que estamos viendo, leyendo, jugando, es ficción. El rey de este cinismo es Quentin Tarantino, que con su Pulp Fiction consiguió una película y unos personajes que se hicieron icónicos y universales. La diferencia entre su logro y el de Spielberg es que el de Tarantino no trasciende de su persona. Spielberg moldeó lo ochentero, pero su creatividad ha dejado espacio a que otros artistas revisiten las mismas emociones y argumentos sin la necesidad de copiarle.
Lo tarantinesco, que existe, se agota en una mera réplica de juegos de ruptura de la cuarta pared y de maneras de hablar de los personajes. Es tan genuino a su padre original que no permite el nacimiento de un género a partir de él, solo su pastiche. Los otros practicantes de esta ficción consciente de la referencia, como Kevin Smith, tienen el mismo problema. El cinismo es mal amigo de la nostalgia. Y curiosamente los ochenta forman parte muy importante de las pinceladas de inocencia que tienen personajes como los de Smith.
Por otro lado, los 90 estaban obsesionados con la deshumanización plasmada en una figura muy concreta: la del psicópata. Ahí están los fatalities del Mortal Kombat, que permitían arrancar el corazón de nuestro rival o su cabeza junto con su médula espinal. Ahí están también los John Doe, Hannibal Lecter o Patrick Bateman. Ahí está Deadpool, que nació en 1991 y muy pronto empezó a hablarle de tú al lector entre barbaridad y barbaridad. Y ahí está, otra vez, Jack el destripador, que gracias a la monumental Desde el infierno de Alan Moore se atrevía a afirmar: “Yo soy el padre del siglo XX”.
Esta tendencia de personajes oscuros, psicóticos, despiadados ha tenido continuidad. Algunos se han hecho evidentemente icónicos, como Hannibal Lecter, que aunque había tenido una película en los 80 no marcó huella indeleble en el subconsciente colectivo hasta la encarnación de Hopkins. Pero esta tendencia en sí no puede generar un género como lo ochentero. Porque sería pedir al público y los creadores que se identificaran masivamente con los psicópatas. Si Patrick Bateman, ese abisal yuppie de Wall Street, es candidato a espíritu de los noventa, difícil lo tendrá para generar un revival masivo.
Y hay una tercera tendencia que marca los 90 y que nos vuelve a dar pistas respecto a nuestra pregunta: el multiculturalismo. Los 90 fue la década en la que irrumpió con fuerza la concepción de la identidad. Si el símbolo de lo homogéneo eran las modernas pirámides, las torres gemelas y Wall Street, el multiculturalismo trató de reventar este estatus quo mediante el reconocimiento de la heterogeneidad y del pasado cultural del crisol de razas que habitamos las ciudades contemporáneas.
Esto tiene como consecuencia que cuesta homogeneizar más esta década, porque es la rampa de salida de esa cultura de lo heterogéneo, lo diverso y también lo desconcertante que vivimos en los 2000. El percatarse de la necesidad de reafirmar la identidad propia tuvo como irónica consecuencia que se hace mucho más difícil encontrar pilares colectivos para esa identidad.
Nadie puede negar que existieron obras perdurables e inolvidables en los 90 con evidente continuidad. Ninguna probablemente como Twin Peaks, que fascinó a todo el planeta con su horror weird en cóctel con el costumbrismo y el melodrama y que ahora está culminando como una de las mayores obras maestras, sino la mayor, de la ficción televisiva. Pero estos esfuerzos no configuran ese paisaje común que sí se percibe en los 80. Las películas ochenteras dan la sensación de estar sucediendo en el mismo lugar, como si John Connor y Daniel LaRusso pudieran ser vecinos. Como si todas esas ficciones compartieran un universo común. Twin Peaks, Pulp fiction y Se7en no encajan entre sí. No describen el mismo mundo.
Por todo esto, y porque hay que lanzarse a la piscina, me atrevo a contestar a la pregunta que plantea el titular. No. No nacerán unos 90 como tenemos los 80. Y sí, había algo especial, universal e irrepetible en una porción de historias de esa época que ha atrapado a generaciones y generaciones de artistas. Y los sigue atrapando. Creo que, para cerrar, no se me ocurre mejor manera que el recuerdo de parte de mi conversación con los artistas del videojuego español Crossing souls.
Me contaron que la concepción de este título partió del desánimo ante la falta de futuro que nos dejó a los españoles la crisis, de la necesidad de refugiarse en la inocencia de la infancia. Inocencia que venían representadas por este recuerdo a medias real y a medias inventado de lo que eran los Goonies, Regreso al futuro, E.T. y todas las demás. Cuesta pensar, viendo la energía y calidad de obras como Stranger things o Locke and key, que ese sentimiento vaya a ser desbancado en el medio plazo por otra década. Los 90, me la juego, no podrán. Su identidad no es tan diáfana o inspiradora como para permitirlo. Y creo que con los 2000 y 2010 pasará lo mismo. Habitamos el desconcierto. Y por eso nos apropiamos y reinventamos un pasado que sí se nos antoja claro y comprensible
Bruce Springsteen lo expresa de maravilla en los primeros versos de una canción noventera, Las calles de Philadelphia (1993):
Estaba amoratado y maltrecho, no podía decir qué sentía.
Era irreconocible para mí mismo.
Vi mi reflejo y no pude reconocer mi propia cara.
El de los 80 nunca lo olvidaremos.
El fantástico español opina
“Por supuesto. De hecho, creo que el ‘revival’ ya está en marcha. ¿Qué es sino 'Jurassic World' o el rescate de mitos de los 90 como Winona Ryder o los propios Mulder y Scully? En 'Scream Queens' hay un personaje que vive atrapado en los 90, sólo escucha canciones de esa época, sólo viste como entonces, sólo incluso 'habla' como entonces. De hecho, toda esa serie es en sí puro revival de los 90, sólo que completamente transfigurada: los papeles que habitualmente correspondían a los hombres son ahora de las mujeres – el padre es el padre soltero y sentimental, la hija es la hija aburrida del padre soltero y sentimental, la canción por la que empieza todo es el ''Waterfalls' de TLC... –. No sé, yo diría que el 'revival' ya está aquí, sólo que si su abordaje aún no es tan evidente es sólo porque los que consideraron esa época su época aún son demasiado jóvenes para que la industria del 'mainstream' confíe en ellos como confía en Ryan Murphy”.
Laura Fernández, autora de Connerland.
“Para que una determinada edad cultural inspire a quienes la vivieron o incluso a quienes no lo hicieron un sentimiento nostálgico, es necesario que se perciba esa época como un tiempo mejor. Sin embargo, frente el espíritu naif, luminoso con que se nos ha invitado a recordar los 80, nada más opuesto que la visión cínica y descarnada de la existencia humana que ofrecen películas emblemáticas de los 90 como ‘Se7en’, ‘El silencio de los corderos’ o casi todo Tarantino. Cine de altura, pero en principio más propenso a admirarse que a añorarse”.
Rubén Sánchez Trigos, académico, guionista y autor de Los huéspedes.
“Si hablamos de literatura, veo difícil un revival noventero fundamentalmente por dos razones: una parte importante de la década siguió alimentándose de tendencias ochenteras y la otra se repartió entre el tecnothrilller con elementos magufos tipo Robert J. Sawyer y los inicios del transhumanismo. Fue más bien una época de transición que otra cosa. Eso en el panorama internacional. En España la cosa fue un poco distinta: fue el despegue definitivo de la ciencia ficción española como género maduro y consciente de sus posibilidades”.
Rodolfo Martínez editor de Sportula y autor de Los archivos perdidos de Sherlock Holmes.
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La noticia Si la nostalgia de los 80 ha sido muy geek y fandom, ¿cómo será la nostalgia de los 90? fue publicada originalmente en Xataka por Ángel Luis Sucasas .
Gracias a Ángel Luis Sucasas
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