Durante la mañana del 6 de agosto de 1945, la ciudad portuaria de Hiroshima, en el sur de Japón, sintió la inigualable explosión de Little Boy, la primera bomba atómica jamás lanzada. Y Tsutomu Yamaguchi estaba allí.
Yamaguchi, un trabajador de la compañía japonesa Mitsubishi Jūkōgyō Kabushiki-kaisha, Industrias Pesadas Mitsubishi, se encontraba lejos de su ciudad natal cerrando acuerdos comerciales. Allí pudo experimentar de primera mano la cadena de acontecimientos que habría de cambiar su vida y, por extensión, la del mundo entero. Primero el rugir de los aviones, surcando los cielos de Hiroshima; después la radiante explosión de luz, fuerza y sonido; más tarde, el pitido en el oído y la contemplación de un paisaje devastado.
Cuando Yamaguchi se levantó del suelo, otros 70.000 japoneses que se encontraban en aquel momento en Hiroshima, la mayor parte de ellos civiles, yacían muertos.
Durante la mañana del 9 de agosto, la ciudad portuaria de Nagasaki, en el sur de Japón, sintió la también inigualable explosión de Fat Man, la última bomba atómica jamás lanzada contra población civil. Y Tsutomu Yamaguchi estaba allí.
Yamaguchi había vuelto a su hogar en tren, simulando que el curso de los acontecimientos podía continuar tal y como había sido establecido antes de Hiroshima. En Nagasaki, en un refugio antiaéreo, con su familia, Yamaguchi pudo volver a experimentar los mismos acontecimientos: el rugir de los aviones, la radiante explosión de luz, el pitido en el oído, la contemplación de un paisaje devastado. El mismo horror.
Pero Yamaguchi no había viajado en el tiempo, no estaba repitiendo los mismos acontecimientos que tres días atrás, no estaba loco, tal y como sus compañeros de empresa le insinuaban cuando, entre alardes de escepticismo, debemos suponer, se mostraban incrédulos ante la posibilidad de que una sola bomba pudiera arrasar con toda una ciudad. Yamaguchi tan sólo había recorrido los más de 400 kilómetros que separan el primer objetivo atómico del ejército estadounidense del segundo. Las dos bombas fatídicas.
Yamaguchi, el hombre del punto de inflexión
Exhausto ante un fenómeno que no podía comprender, el Imperio japonés anunció su rendición poco después, cuando, a modo de añadido, la Unión Soviética decidió invadir el país por el norte. Se firmó el armisticio, se puso fin a la Segunda Guerra Mundial y se hizo contabilidad: la acción del ejército americano, tildada por historiadores como Gabriel Jackson de crimen de guerra, había dejado entre 170.000 y 240.000 muertos.
Todo ello obviando las duras consecuencias que la radiación desprendida por los artefactos dejaría en la población local.
A nada de ello fue ajeno Yamaguchi. Él es a día de hoy el único hombre o mujer en ser reconocido por el gobierno japonés como el único superviviente a las dos bombas atómicas que cambiaron su país para siempre. Estaba en Hiroshima y, guiños del destino, estuvo también en Nagasaki, y de un modo casi milagroso consiguió esquivar la fuerza destructiva de ambas bombas para contárselo a sus hijos y nietos. Murió en 2010. Con 93 años de edad.
Al igual que muchos otros supervivientes de ambas ciudades, Yamaguchi pasó, años después, a ser un hibakusha, una anomalía histórica repleta de teórica radiación y de efectos secundarios imperecederos por los que habría de recibir un estipendio mensual y una serie de atenciones y beneficios por parte del gobierno japonés. Como él hubo muchos, pero no todos habían visto con sus ojos la explosión de las dos bombas atómicas. En 2009, al borde de su muerte, Japón reconoció su singularidad.
La particularidad de Yamaguchi reside en su cercanía: al contrario que otros 160 supervivientes de ambas bombas, estuvo en las dos zonas ceros de las explosiones. En Hiroshima, de hecho, pudo contemplar la fuerza destructiva de Little Boy cuando, empleando aún los trenes que seguían funcionando pese a la hecatombe, contempló los quince kilómetros a la redonda de casas derruidas e infraestructuras destrozadas que el estallido a 500 metros de la bomba atómica había provocado. Fue testigo, legado eterno del poder de una guerra nuclear.
Y sin embargo, fue un hombre que vivió sin apenas consecuencias. Continuó viviendo con su mujer, también superviviente de Nagasaki, y tuvo dos hijas más. El pequeño que con escasa edad también había pasado la prueba de fuego de Fat Boy vivió durante 58 años más, cuando murió de cáncer, tal y como su padre haría a una más provecta edad. Pero Yamaguchi no sufrió las penurias de otros japoneses: su piel permaneció intacta, contó con una larga vida, continuó trabajando para Mitsubishi años después, se jubiló, y tan sólo en la recta final de su vida tuvo problemas relacionados con la radiación.
No todos los afectados tuvieron la misma suerte. La mayoría murieron: quienes siguieron adelante, lo hicieron a menudo con evidentes secuelas físicas, ya fuera en forma de malformaciones posteriores transmitidas a sus hijos o con cicatrices corporales que, en casos extremos, convirtieron a los hibakusha en receptores de cierta discriminación dentro de la rigurosa sociedad japonesa. Tanto a nivel social (perspectivas matrimoniales o amorosas) como laboral, las heridas de las dos bombas atómicas perduraron durante décadas.
Yamaguchi, sin embargo, no escuchó nunca más el rugir de los aviones, la radiante explosión, el pitido en el oído. Los hechos que contempló desataron otra guerra, gélida, donde la amenaza nuclear, los acontecimientos de Hiroshima y Nagasaki a los que sobrevivió, neutralizaron las grandes ofensivas bélicas globales. Se lanzaron más bombas, pero aquellas sólo las sintieron las olas y las rocas. En materia atómico-militar, Yamaguchi fue el único hombre que lo vio, literalmente, todo.
Imagen | Commons
En Xataka | ¿Fue la bomba atómica de Hiroshima un crimen necesario? 75 años de debate
*Una versión anterior de este artículo se publicó en enero de 2017
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La noticia La alucinante historia del hombre que sobrevivió a las dos bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki fue publicada originalmente en Xataka por Andrés P. Mohorte .
Gracias a Andrés P. Mohorte
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