En 1995, Katalin Karikó tuvo la peor reunión de su carrera. Es más, probablemente tuvo la peor reunión de su vida. Tras cinco años persiguiendo una idea que nadie se tomaba en serio, recién recuperada de un cáncer y con su marido atrapado en Hungría por un problema con el visado, la Universidad de Pensilvania decidió que esa tarde se acaba todo.
Podría quedarse en la facultad si quería, podía seguir investigando si quería; pero la Universidad le acaba de dejar claro que no creía en su proyecto, que no iba a apoyarlo y que, sinceramente, no creía que fuera a ningún sitio. No era la primera, ni sería la última: pero eso no hace que el trago fuera menos amargo.
Karikó sabía que lo que estaba viviendo era una práctica bastante habitual en el mundillo académico norteamericano. En el fondo, no era más que una forma rápida de deshacerse de los académicos que no cumplían las expectativas. "Por lo general, en ese momento, la gente se despide y se va porque es [una experiencia] horrible", explicó la misma Karikó en una entrevista.
Solo hay dos cosas que diferencian este caso de las miles de degradaciones que ocurrían cada año: la primera es que Karikó no lo abandonó; la segunda es que llevaba razón. Hoy, el comité del Nobel le acaba de conceder el premio de Medicina y Fisiología por "por el desarrollo de las vacunas de ARN mensajero modificado (mARNm) que supusieron el principio del fin de la pandemia de Covid-19".
Mucho antes del Nobel
En 1990, un equipo de la Universidad de Wisconsin consiguió algo que parecía imposible: pudo "secuestrar" la maquinaria molecular de las células de un ratón con una secuencia de ARN mensajero y usarla para producir un puñado de enzimas. Parece una cuestión tremendamente técnica y lo era. Pero era algo más: una llave.
Y es que si aprendíamos a sintetizar ARNm con suficiente precisión, habríamos encontrado la llave que permitiría utilizar nuestros propios cuerpos para fabricar "anticuerpos para vacunar contra infecciones, enzimas para revertir enfermedades raras o agentes de crecimiento para reparar el tejido cardíaco dañado". Tendríamos la llave que abriría las compuertas de una nueva revolución científica.
Era una posibilidad real, sí; pero también una demasiado peligrosa: al fin y al cabo, introducir millones de 'instrucciones genómicas' en el cuerpo podía acabar creando una respuesta inmunitaria masiva de consecuencias imprevisibles para los pacientes. Sin embargo, la joven Katalin Karikó se agarró a esa promesa con uñas y dientes.
Pasó toda la década de los 90 y buena parte de los primeros años de la de los 2000 trabajando en el asunto. De hecho, no fue hasta 2005 que Karikó y Weissman encontraron una solución a ese problema. Era una noticia enorme, genial, fantástica. Un experimento revolucionario: algo que pasó totalmente desapercibido. Ni Karikó, ni Weissman tiraron la toalla.
La clave de bóveda
Un par de años después, Derrick Rossi que trabajaba con células madre en la Universidad de Harvard, empezó a jugar con la posibilidad de usar la solución de Karikó y Weissman para crear células madre embrionarias a partir de células adultas. Las conexiones empezaron a sucederse y antes de que acaba la década ya estaba claro que lo que tenían entre manos era algo que iba mucho más allá de las células madre.
En menos de una década, esa tecnología permitiría frenar la mayor pandemia que había visto la humanidad en un siglo. Y, acto seguido, empezó a desbrozar terrenos como el cáncer, el VIH o miles de enfermedades raras. Hace 30 años, el RNA mensajero es la promesa de una medicina totalmente nueva, hoy es una realidad incontestable.
Una realidad que le debemos, en buena medida, a una bioquímica húngara que, pese a todo, decidió seguir adelante.
Imagen | Penn Medicine
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La noticia A Katalin Karikó le dijeron hace 30 años que su carrera está acabada. Hoy es premio Nobel tras salvar al mundo fue publicada originalmente en Xataka por Javier Jiménez .
Gracias a Javier Jiménez
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